Treinta.

Me abandoné hace mucho tiempo.
Me convertí en mi propio problema, una carga demasiado pesada para sobrellevarla. 


Aquella noche conducía sola, sin otra compañía que las luces de los coches que se cruzaban en mi camino.
Distraída y embelesada por no sé qué pensamientos, un carnet de conducir de apenas un año de antigüedad y un viejo automóvil que me había llevado hasta la felicidad plena.
Yo sola, repito.
Algo sucedió. Una idea extraña apareció de la nada. Desentenderme de mí misma. Ya no me hacía falta. No necesitaba nada más de mí, de esa extraña persona en la que me había convertido por aquellos entonces. Supe que había llegado el momento de prescindir y abandonar aquella parte de mí que no me interesaba. Dejarme tirada en una cuneta tal y como muchos seres  insensibles hacen cada verano con sus mascotas. Igualito.
La conocida sensación de haberlo logrado me invadió enseguida. Mis paranoias y yo volvíamos a ser las de antes. Nada nuevo, nada que me preocupase.
Orgullo y satisfacción se esfumaron rápidamente.
Una vez metida en la cama y dispuesta a dormir, vi el suave parpadeo del móvil que tenía aquel verano. Dudé, pero finalmente la curiosidad me pudo y lo cogí. Debo decir que más que curiosidad, lo que me llevó a mirar el móvil, fue la necesidad de comprobar que era "lo yo esperaba" y "de quien lo esperaba".
La noche se había ido, pero el día aún no había llegado. Demasiado tarde para dormir, demasiado temprano para levantarse. En ese justo instante del día (o de la noche) lo entendí todo. Entendí que no se podía dar vuelta atrás, que, a diferencia de lo que creía, yo misma me había abandonado hace mucho y no fue esa noche. También entendí que nunca nada volvería a ser igual, por mucho que quisiera.
Un punto de inflexión impuesto no sé cuándo, ni por quién, ni por qué.

Ahora, no tengo ninguna intención de volverme a encontrar. Supongo que con el paso del tiempo me he acostumbrado a vivir perdida, a vivir al margen. Y la verdad: ME GUSTA.



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