Una carta desesperada.

Querida soledad,
Hace tiempo que no te escribía, hace días que no me acordaba de ti. Pero ya ves, por más que quiera hoy, vuelvo a buscarte para que me proporciones la dosis de tranquilidad exacta que sólo tú sabes darme.
No pretendo aburrirte con los motivos que hoy me hacen sentarme aquí, pero sí recordarte que las cosas sin ti no son igual. Me cuesta trabajo mantenerlas y se revolucionan cada vez que me doy la vuelta. La balanza ya no mantiene su equilibrio.
La experiencia no me ha servido de nada: ahora soy más boba y las excusas que busco son cada vez más baratas. A veces las busco en promoción 2x1, por eso de que estamos en crisis.
En el recuerdo hallo mi mejor arma para luchar contra el presente. Y es entonces cuando caigo en la cuenta de que no existe esa guerra, que los disparos vienen directos hacia mí y me ayudan a suicidarme poco a poco. No hay dolor pero sí muerte.
Tranquila, no te asustes. Estoy bien. Siempre me moló el dolor constante e indefinido.
Debo confesarte que me he convertido en una yonqui de tus pensamientos, de tus decisiones y de todas tus palabras sigilosas que se convierten en alaridos cuando más se necesitan.
Por más que le doy vueltas a mi ridícula mente no comprendo por qué la inmensa mayoría te tiene pánico, te huye. No creo que seas tan mala, nadie ni nada puede ser tan malo.
Termino este texto insistiendo en que te dejes caer por aquí y que lo hagas pronto. Tengo miles de viejas historias que necesitan de ti y tú de ellas. Sin más.


Cuídate. Cuídame.

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