Un punto límite

He visto muchos acantilados de cristal que incitan a dejar de sentir pánico para comprobar en primera persona el magnífico efecto de la gravedad. Y cuando digo "muchos" son muchos. Tal es así que me considero una experta en esta materia aunque no me guste presumir de ello.
La sensación es siempre la misma y lo único que varía es el paisaje, también la altura.
Entre todo, se conoce la existencia de un punto límite. Una vez llegados a este punto ya todo deja de tener sentido y nos adentramos en un surrealismo acaramelado que se debe morder despacito para evitar daños mayores. Es necesario tener en cuenta que desde este límite no hay posibilidad de dar marcha atrás, pero no importa porque siempre llegará alguien dispuesto a darnos una patadita en el culo para que no se nos olvide. Las inseguridades, ambigüedades y dobles sentidos vienen servidos en una bandeja de plata. Las dudas sin embargo vuelven en forma de una botella de ron barata. Y obviamente, acabo bebiéndomelas, emborrachándome de ellas. Por ahora no he encontrado mejor solución para dejar todo atrás y dar el paso definitivo que consiste en saltar. Sí, un salto al vacío.
No piensen que se trata de un suicidio, no, no.
La altura puede ser máxima pero siempre hay almohadones donde caer. Cuidadosamente colocados y extremadamente mullidos para que el batacazo sea lo menos doloroso posible. No hay demasiado riesgo pero, es imposible dejarse caer sin pensarlo dos veces. La incertidumbre llega en el último momento y te sujeta con cadenas de hierro para que no lo hagas, para que no te tires al vacío.
Es aquí donde mis ganas intervienen para romper esas cadenas, para poder liberarme y continuar con el propósito primero, aunque siendo sincera, sí que me ha frenado en numerosos intentos, me ha hecho pensar más de lo que tocaba en esa ocasión.
Pero bueno, siempre he acabado cayendo, tal y como exige la gravedad. Y sí, estoy muy orgullosa de ello.

Me voy. Me dejo caer. Caigo.

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